Por fin abrió la puerta; se había decidido. Tomó aire profundamente; las piernas le temblaban. Parado delante de esa puerta aún del lado de adentro, sintió frío, aunque tal vez sólo era el miedo. Cuando su pie izquierdo comenzó a moverse para dar un primer paso hacia afuera, dudó. Pensó en todo lo que había vivido allí dentro. Recordó cada momento de sus largos días: había reído, también llorado. Probó deliciosos manjares. Conoció a las plantas, siendo ellas mismas las que le enseñaron a cuidarlas de los cambios de clima, y conversó con ellas de cosas importantes. Desde que lo habían dejado allí de muy pequeño, él había aprendido a construir su propio mundo. No era el mejor de todos los mundos, lo sabía, pero era el suyo, el que le había tocado, y eso lo hacía especial.
Pensar en todas aquellas cosas hizo que la duda creciera aún más hasta convertirse en angustia que apuñalaba su pecho. Tembló; su cuerpo se paralizó. Sólo sintió terror, confusión delante de esa puerta que lo invitaba a lugares que desconocía y que él mismo había decidido abrir.
Su mente se quedó enmudecida por un largo rato mientras él continuaba ahí, paralizado, con la mirada fija en la puerta abierta.
Habían transcurrido minutos, horas, quizá días enteros de letargo frente a la puerta. Nunca lo supo, pero estaba decidido y ya no volvería atrás. Fue entonces cuando, sin mirar, arrojó impulsivamente las llaves por detrás de su espalda, lejos de su alcance. Ya no retrocedería. Dejaría atrás para siempre ese mundo que había sido solitariamente suyo. Cerró los ojos, levantó el pie derecho y dio un paso sobre la vereda. Hizo lo mismo con el izquierdo. Giró su enorme cuerpo, aún con los ojos cerrados. Tanteó la manija de la puerta y la cerró con un golpe preciso. Giró nuevamente su cuerpo y abrió los ojos. Lo había logrado. Respiró profundo y se alejó para siempre del viejo castillo.